Hundió suavemente
el tenedor y cortó un bocado fresco, tierno y suave. Lo llevó despacio a su
boca y disfrutó del filet de pescado.
Levantó su rostro y
sobre sus ojos se posó la mirada de ella. Tenía ojos de mora, de reina mora,
que lo miraban exóticamente a través del salón.
Dirigió su vista a
la puerta de entrada, la que da a la intersección de las calles, donde los
antiguos frentes blancos con toques de mostaza y rojo ladrillo, custodiaban a
Sevilla, desde hace unos trescientos años.
Por un momento,
creyó ver su figura deslizándose sobre el asfalto gris acero. Las palabras de
Ramón lo trajeron a la realidad, cuando junto a la mesa, le preguntó si le
había gustado el Sauvignon Blanc que acababa de servirle. Por supuesto,
contestó Gustavo, que todavía degustaba el sabor fresco de las frutas ácidas
junto con el trozo de filet rosado en su boca.
Cuántos recuerdos.
Aún rondaba en el aire un suave aroma a canela mezclado con azahares, que su
piel morena despedía, casi al finalizar el día. Era un lugar donde parecía que
el tiempo se había detenido, mientras las vidas habían seguido su destino.
Continuaba comiendo
Gustavo el pescado sabroso, bañado en una crema blanca con especies y un toque
de oliva y pimienta. Especialidad de la Abacería, con receta secreta desde
tiempos de la abuela.
Los olores, los
sabores, los pensamientos giraban en su mente. Había vuelto a donde nació y
también volvieron los recuerdos. A lo lejos se escuchaban las campanadas de la
iglesia, frente a la Plaza de San Lorenzo.
Sintió de nuevo los
profundos ojos negros sobre su rostro. Había algo conocido en esa mirada. La
dulzura, el coraje, la fuerza.
Y volvió de nuevo a
su plato principal: la suave crema fundida con la carne rosada tierna. Elegante
plato que mezclaba misterios de otras tierras. Susurros del mar en la costa,
caminatas de su mano, con los pies en la arena blanca y la suave espuma.
De repente ella se
paró. Fue hasta su mesa y con amabilidad lo saludó. Le consultó si podía
sentarse junto a él. Él respondió con rapidez indicando la silla de madera
oscura lustrada, junto al mantel a cuadros de la mesa.
Le dijo que su
nombre era Mora, y él pensó, al igual que su belleza. De cabellos rojo-mora, de
ojos profundos como dos almendras. Resaltaba su figura en un vestido negro
ceñido a la cintura, con dorados aros grandes, con monedas.
Gustavo no salía de
su asombro. Era el mismo encuentro, sólo que había cambiado el tiempo. Él había
estado sentado a la mesa en esa Abacería, cuando corría el mil ochocientos.
Ella también, sólo que en ese momento, Reina era su nombre y su origen un
misterio.
Él le convidó un
bocadito de filet y de inmediato ella le contó que tenía el mismo sabor del que
preparaban en su casa, con una mezcla de ingredientes que traían de lejanas
aldeas.
Se acercó de nuevo
Ramón, para preguntar si les había gustado la comida; cuando Gustavo acababa de
llevarse a la boca, el último trozo de pescado.
Sorpresivamente, él
se esfumó. Mora quedó boquiabierta. En la mesa, estaban escritas sobre la
servilleta, unas rimas que alababan su belleza.
Dicen que una Reina
Mora acostumbraba a venir al lugar y les había dado la receta.
Filet a la Mora, como
dice la leyenda.
Marisa Avogadro Thomé. Pasión a la Madrileña. Cuentos Gastronómicos A la carta. Mar y Arte Ediciones,Argentina, ebook, octubre 2015. Ganador del GourmandWorld Cookbook Award en Argentina, categoría Mejor libro digital, diciembre 2015.
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