Tapa del libro de cuentos |
Las olas
rompían el oleaje y se llegaba a sentir el aroma a los lirios, la arena blanca
y la suave espuma. Se mezclaban la fuerza, el coraje, los pétalos y el néctar.
Su
vestimenta se deslizaba por su cuerpo al ritmo de la brisa fresca. Ella llevaba
un vestido de impecable bambula blanca, semi trasparente, con un ramillete de
azahares prendido en su cintura. Su figura erguida como siempre. Con la
sutileza de los juncos junto a la laguna. Su perfume a jazmín recién cortado.
Sus pies desnudos dibujando pasos sobre la arena. Una huella tras
otra llegando hasta el mar.
Rozó con
sus manos el agua fresca y cristalina que se iba oscureciendo como el día. Sus
delgados y finos dedos dibujaban figuras en el agua fría. A paso lento
continuaba su camino, observando con sus profundos ojos color miel, como subía
el agua hasta tapar su esbelta figura.
Comenzaron
a escucharse algunos susurros. Una voz femenina con un tono casi mágico
anunciaba:
–Ya
llegué, ya estoy en casa.
En ese
momento, apareció un delfín jugueteando y dándole la bienvenida con su suave
cuerpo gris acero y mientras acariciaba su rostro, ella continuaba repitiendo:
–Ya llegué
a casa. –Y el timbre de su voz traslucía alegría.
Se
desplazaba con gracia, etérea, como caminando sobre papel de arroz.
En su mente todavía giraban los recuerdos de tierra
firme. La energía vital que inundaba su cuerpo, el estanque, las plantas
verdes. Ya estaba de vuelta en su mundo marino de corales y perlas. A la hora
del solsticio de verano, como lo indicaba la vieja usanza, como todos los años,
cuando se realizaba la fiesta.
El
encuentro anual en el lugar de siempre, a la misma hora, cuando las algas se
elevaban para formar el puente entre las caracolas gigantes y los peces. Los
hipocampos destellaban azules, rojos y verdes. Las estrellas de mar danzaban
acompasadas. Las perlas brillaban desde sus casas de ostras de nácar y
misterio. Era el momento de la ceremonia y el universo marino estaba
aguardando el sonido de los delfines, que indicaría
su inicio.
Una
inmensa luz dorada y grande, como luna llena, comenzó a iluminar el agua que se
movía más y más. Y apareció Él, para llevarla en el viaje submarino de agua y
sal, hasta las profundidades del océano, donde estaban los orígenes y el
silencio.
Remolinos,
torbellinos, pasión. Todos en el agua se desplazaban para darles paso y
danzaban juntos el baile del solsticio de verano; el que fecunda mares, cielos
y tierras.
Repentinamente,
se sintió un hilo de agua fría sobre el mármol blanco de Carrara del que estaba
hecha la fuente. Ella se despertó. Era Venus, la estatua de la fuente en el
jardín del palacio, que estaba erguida como siempre. Con su piel tersa de
cemento blanco impecable, detenida, a la espera.
Marisa Avogadro Thomé. Cuento finalista de la Convocatoria ROI de Editorial Dunken. Publicado en el libro "Sueños dirigidos. Cuento". Buenos Aires: Editorial Dunken, marzo 2014.
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